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Editorial

Analistas y expertos no terminan de ponerse de acuerdo acerca del proceso que viven las economías desarrolladas, y en particular las europeas. Se trate de crisis, retracción, recesión o desaceleración, lo cierto es que la situación tardará en volver a la normalidad —si es que tal palabra tiene algún sentido—, sobre todo si se insiste con recetas que llevan en sí mismas el germen del fracaso. Más que de crisis, quizás debería hablarse de transiciones hacia un nuevo escenario, que tendrá, como ya ha ocurrido en circunstancias similares, ingredientes de continuidad y de cambio, avances y retrocesos...

 

Analistas y expertos no terminan de ponerse de acuerdo acerca del proceso que viven las economías desarrolladas, y en particular las europeas. Se trate de crisis, retracción, recesión o desaceleración, lo cierto es que la situación tardará en volver a la normalidad —si es que tal palabra tiene algún sentido—, sobre todo si se insiste con recetas que llevan en sí mismas el germen del fracaso.

Más que de crisis, quizás debería hablarse de transiciones hacia un nuevo escenario, que tendrá, como ya ha ocurrido en circunstancias similares, ingredientes de continuidad y de cambio, avances y retrocesos.

Lo cierto es que algunas de las certezas que acompañaron la globalización concebida como doctrina —es decir, como fin de la historia, y no como proceso histórico—, están de cierta forma en tela de juicio, pero una de ellas está decididamente en la mira. Se trata de los efectos que la liberalización absoluta de las finanzas ha tenido, y sigue teniendo, sobre la marcha de la economía y sobre la vida de los seres humanos.

Aunque el humor social nunca ha sido generoso con los magnates del dinero, las críticas no derivan esta vez de prejuicios atávicos, sino de una mera cuestión de supervivencia.

No se descree, en efecto, del valor del crédito ni de la importancia de las prestaciones bancarias para una adecuada marcha de la economía.

Lo que muchos cuestionan es que la producción agraria e industrial, los servicios, el transporte, los empleos y aun los estados nacionales estén sometidos a las imposiciones, las exigencias, las desmesuras y las mistificaciones de poderes que carecen de regulaciones y que se apropian de ganancias exorbitantes en desmedro del resto de los actores económicos y sociales.

Hay mucho de esto en la crisis europea, aunque no sea de buen gusto llamar a las cosas por su nombre.

 

Roberto A. Pagura / Director editorial

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