LINO BARAÑAO

“Me gustaría que nos vieran como un país tecnológico”

El ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva enfatiza la importancia del vínculo entre universidad y empresa. Y asegura que la investigación puede contribuir a enriquecer y diversificar la oferta exportable argentina.

Me gustaría que nos vieran como un país tecnológico

 

Por Roberto A. Pagura

Lino Barañao está convencido de que la investigación científica puede contribuir no sólo al mejoramiento de las condiciones de vida de la población, sino también a la generación de empleo de calidad y a incrementar la productividad de la economía argentina, con el consiguiente impacto en la competitividad y la diversificación de las exportaciones nacionales. No obstante, enfatiza que para ello es necesario apostar a un vínculo más fructífero entre universidad y empresa. Fue ese perfil, precisamente, el que hizo que la presidenta Cristina Fernández lo convocara en 2007 para hacerse cargo del entonces flamante Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva. En esta entrevista con terminalC, habla de la importancia de ese nuevo paradigma y explica cómo su gestión pretende alcanzar aquellos objetivos.

–Es casi un lugar común que la Argentina tiene una oferta exportadora muy poco diversificada, concentrada básicamente en commodities de origen agropecuario. ¿Es un destino inexorable?

–De ninguna manera. Creo que la Argentina tiene un enorme potencial para incrementar la intensidad tecnológica de lo que exporta y hay pruebas concretas de ello. Hay sectores, como el de software o el farmacéutico, en los que el valor agregado es significativamente distinto, medido no sólo en dólar por kilo, sino en la contribución del capital intelectual. Las empresas de base tecnológica tienen la propiedad de distribuir en forma más natural los ingresos porque dependen más del recurso humano, mientras que las exportaciones tradicionales generan una mayor concentración de la renta, lo que hace que sean menos deseables desde el punto de vista de la equidad. Cuando apuntamos a una economía con mayor porcentaje de conocimiento en los bienes y servicios, aspiramos a mejorar no sólo la balanza comercial del país sino la distribución del ingreso. La Argentina tiene en su capital intelectual una fuente todavía no explotada de generación de riqueza. Hace 15 años, producir satélites parecía algo totalmente imposible y ahora los hemos exportado, gracias a la capacidad de nuestros jóvenes profesionales. Hay casos ya más conocidos, como el INVAP, con sus exportaciones de reactores nucleares, o empresas de biotecnología que venden fármacos de última generación a todo el mundo cumpliendo con todos los estándares internacionales. Tenemos sectores que ahora son incipientes, como los de nuevos materiales basados en la nanotecnología, que van a permitir mejorar la competitividad de tipos muy variados de exportaciones. Y precisamente por esa razón, una de las políticas centrales de nuestro ministerio apunta a fortalecer estas plataformas tecnológicas con una visión que las acopla efectivamente a los sectores productivos. Para eso, hemos iniciado un nuevo sistema de financiamiento que tiene dos características. Una es que está sectorizado, es decir, son fondos que apuntan a una disciplina en particular, no a una visión ecléctica del sistema científico. Cuando hablamos de tecnología, tenemos que pensar necesariamente en nichos de oportunidad y cadenas que tienen relevancia o posibilidad de desarrollo futuro. Estamos en una etapa de superación del modelo lineal de política científica. Se pensaba que había que apoyar la investigación básica porque a alguien le iba a servir. Era una visión muy voluntarista, de escasa intervención del Estado, muy coherente con las políticas neoliberales. Lo que nosotros creemos, en primer lugar, es que el Estado tiene que ser capaz de ejecutar acciones deliberadas —como decía Jorge Sábato—, que no son arbitrarias y se basan en estudios previos, pero implican elegir entre múltiples oportunidades y posibilidades. Y asumir esa responsabilidad. Por eso, hemos definido estas tres plataformas prioritarias: la biotecnología, la nanotecnología y las tecnologías de la información y la comunicación. Y hemos resuelto aplicarlas en sectores estratégicos en cuanto a la posibilidad de resolver problemas sociales o diversificar la economía, que son la salud, la agroindustria, la energía renovable, el ambiente y el desarrollo social. El otro componente novedoso es que no estamos financiando al sector académico o al sector empresarial por separado, como se hizo durante mucho tiempo, sino a consorcios público-privados, que tienen que constituirse y hacer una propuesta conjunta de desarrollo. Eso implica avanzar en el conocimiento de determinada tecnología, pero además tener un mercado ya evaluado, un potencial de exportaciones. En la mayoría de los casos, se está hablando de productos con una alta densidad tecnológica que tienen necesariamente mercados globales. Creemos que esta nueva lógica va a ser más eficaz a la hora de promover en tiempos mucho más razonables una transferencia de conocimiento hacia el sector productivo.

–Usted mencionó varios sectores. ¿Qué sustenta esa elección?

–Tanto en biotecnología como en nanotecnología y tecnologías de la información y la comunicación, tenemos un sector académico que ha publicado y hecho aportes originales al conocimiento y un sector privado que ha hecho innovaciones y es capaz de asimilar esos desarrollos. Esos dos componentes son requisito fundamental para que haya una transferencia de conocimiento y se pueda constituir estos consorcios. En cuanto a los problemas de oportunidad, la definición es bastante clara. En salud, tenemos algunos problemas, como la sensibilidad a los fármacos de nueva generación. De hecho, estamos financiando dos consorcios que van a producir anticuerpos monoclonales para el tratamiento de la artritis reumatoidea y del cáncer. Estos son ejemplos claros de la doble función. Apuntamos a resolver un problema social: brindar a un habitante de nuestro país la posibilidad de acceder a un fármaco que es prohibitivo o implica un gasto muy grande para cualquier obra social, a expensas de la inversión en otras áreas de la salud. Y al mismo tiempo, esa empresa tiene acceso a un mercado internacional, con lo cual estamos apareciendo con un perfil de país exportador de productos farmacéuticos de alta tecnología. Otro sector son las energías renovables. Podemos hacer una generación a través de turbinas eólicas de mediana potencia, con lo cual solucionamos un problema social de acceso. El costo de llegar con líneas de alta tensión a localidades remotas es muy alto y el generador cubre las necesidades de pequeñas poblaciones. Y también podemos producir de turbinas eólicas y crear puestos de trabajo de calidad para la gente que las hace. En la agroindustria, hay necesidad imperiosa de darle más valor a los productos que exportamos. El incremento de la demanda de alimentos nos abre mercados, pero con una asimetría notable. Los mercados que demandan alimentos, generalmente en Asia, adquieren commodities, pero los elaboran y consumen localmente, con lo cual el trabajo de calidad y el consumo están en esos países y la producción y el pasivo ambiental generado por una explotación agropecuaria intensiva, aquí. Hay que producir más en más cantidad de tierra, porque la gente quiere comer proteínas de calidad, pero en forma sostenible. Entonces, hay que ser cautelosos en cuanto a acceder a esta demanda tan atractiva, con precios que se incrementan anualmente, y usar parte de esos ingresos para desarrollar tecnologías que sean sostenibles y amigables con el medio ambiente. Yo creo que tiene que haber una cooperación. El país que consume tiene que tener alguna responsabilidad en el proceso.

–¿Cómo imagina la aplicación de este concepto de “responsabilidad compartida”?

–En esa línea, tenemos dos convenios en marcha, con China y Japón, para desarrollo de tecnologías de producción de alimentos en la Argentina. Con China, hemos tenido varias reuniones. De hecho, creo que fue la primera decisión que tomé como ministro, porque al día siguiente de jurar vino a verme el ministro de Ciencia de China y establecimos esto como prioridad. Y está funcionando muy bien. Lo mismo con Japón. Es una cooperación que está muy activa y la idea es llevar esta posición de la responsabilidad compartida, que no la he visto muy difundida, al próximo evento del Foro de Cooperación América Latina-Asia del Este (Focalae), porque es justamente entre estas dos regiones donde se plantea este problema. El medio ambiente se está constituyendo en un elemento central para las exportaciones de nuestro país. En muchos casos, con cierta razonabilidad; en otros, meramente como una barrera paraarancelaria.

–También está apareciendo en los países desarrollados una nueva demanda asociada a una mayor conciencia ambiental.

–Hay muchos componentes. Por un lado, un deseo legítimo del consumidor europeo, que va a exigir algún tipo de certificación de que aquello que consume no haya producido un daño en el medio ambiente. Y cada vez hay más conciencia sobre la incidencia de toda actividad industrial en el calentamiento global, o el cambio climático, para ser más exactos. Se está midiendo, por ejemplo, cuál es la huella de carbono del biodiesel producido aquí en la Argentina. Y eso está limitando su exportación a Europa. Entonces, primero, hay que tener la capacidad profesional para evaluar adecuadamente esos parámetros, y que no sea una suposición que viene del exterior. Y luego, contar con tecnología para tomar medidas correctivas o introducir innovaciones que permitan cumplir con requisitos cada vez más estrictos. El tema ambiental es entonces una de esas prioridades, que corta transversalmente a la mayoría de las actividades productivas. De hecho, ya hace varios años, es uno de los componentes en la evaluación de los proyectos que se presentan en la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica. Finalmente, tenemos un área también transversal, pero cualitativamente distinta: la de desarrollo social. Estamos hablando de la innovación inclusiva, que permite que la tecnología llegue a un ciudadano históricamente marginado. Y tiene que ser evaluada de otra forma.

–Mediante la fórmula del balance social.

–Sí. Nosotros tenemos una preocupación particular por esto. En gran parte, los proyectos de este tipo son canalizados a través del Consejo Federal de Ciencia y Tecnología. Muchos tienen que ver con las necesidades de algún grupo en el nivel de una economía regional: la tecnología para el procesamiento de frutas desecadas en Cuyo o un secadero termosolar para pimiento en San Juan, que le permite a una cooperativa tener productos de mucha mayor calidad y mejora su rentabilidad. No son tecnologías muy sofisticadas, pero sí muy importantes en términos de impacto social.

–Usted hablaba de un nuevo paradigma en la relación entre la universidad y el sistema productivo, que en la Argentina no ha sido muy fructífera.

–Son culturas distintas y, lamentablemente, en ambas existe un preconcepto respecto del otro que no es conducente a la hora de establecer una comunicación fructífera. Desde el sector productivo, hay una visión que va desde que el sector académico debe darle gratuitamente todo lo que necesita porque está financiado por sus impuestos a pensar que lo que hace no sirve para nada y tiene que tomar la tecnología afuera. Y desde el sector académico, un concepto de que todo empresario es un individuo mezquino que sólo busca rentabilidad personal y no tiene ningún tipo de escrúpulos. Ambas visiones son obviamente falsas. Lo que ocurre es que la universidad, por su historia en el país, ha estado disociada de las necesidades sociales. Y esto ha sido producto de proyectos políticos explícitos; o sea que, salvo en períodos como los ’60, en que hubo un intento de integración, el ámbito académico fue considerado peligroso o prescindible. En un modelo neoliberal como el de los ’90, la transferencia de tecnología del sector público al sector privado no jugaba ningún papel. Y al mismo tiempo, se consolidó la imagen del empresario como alguien que tiene habilidad financiera, que no se preocupa por la ecología y desprecia el desarrollo local de conocimiento.

–Está también la idea de que la universidad no debe supeditarse a los imperativos de mercado.

–Eso no siempre es correcto ni conveniente. Hay muchas universidades del país que están estrictamente asociadas a las cadenas productivas de la región, que cumplen una función social importante y son ejemplo de aportes concretos a actividades que generan muchos puestos de trabajo y rentabilidades importantes. Nosotros pensamos que la transferencia de conocimiento es una de las formas en que la universidad contribuye a mejorar la competitividad de las empresas. Muchas empresas se benefician más por el aporte de racionalidad científica que hace el investigador que por el conocimiento concreto. Por eso, estamos pensando en un plan de transferencia de recursos humanos que puede tener un impacto importante. A quienes terminan el doctorado, queremos darles no sólo la posibilidad de entrar a la carrera de investigador, sino de financiar durante un período de uno o dos años su estadía en una empresa privada o en el ámbito público, para mejorar también el grado de profesionalismo de la administración. No me refiero sólo a las ciencias denominadas duras: un sociólogo o un psicólogo pueden aportar tanto o más que un químico o un ingeniero. Esperamos que esto además sea un círculo virtuoso, porque en la medida que las empresas tengan algún personal científico, sobre todo las pequeñas y medianas, varias cosas pueden cambiar. Una es que van a poder acceder a financiamiento para mejorar su tecnología, porque muchas veces no tienen personal calificado para redactar un proyecto de investigación que pueda ser financiado. En el nivel académico, hay que adaptar los programas de estudio a las necesidades del sector productivo. Acá se ha consolidado un concepto muy acotado de la autonomía, que no es necesariamente el que defendió la Reforma Universitaria a principios del siglo XX aquí y en el resto de Latinoamérica. El principal objetivo de la autonomía era preservar un ámbito para el pensamiento crítico, donde se pudiera cuestionar la política gubernamental sin que eso significara un ahogo presupuestario posterior o un peligro para la estabilidad del docente que osara manifestarse. Ése es un rol fundamental que no se tiene demasiado en cuenta y ha ido derivando en un concepto de defensa corporativa de los sectores de docentes y estudiantes. Y se obvia el hecho de que 95% de la población financia al 5% que accede a esa educación, que no es gratuita. Eso genera una deuda y una responsabilidad muy grandes. Hay un concepto bastante erróneo de que cualquiera puede acceder por el hecho de que no hay un arancel; pero, en tanto y en cuanto no tengamos un sistema de becas adecuado, el libre acceso a la educación universitaria no deja de ser un ideal que no se ha alcanzado en el país. Hoy por hoy, la universidad no puede considerar cumplidos sus objetivos si simplemente se dedica a formar profesionales, hacer alguna transferencia o investigar estos temas. En los países desarrollados, la universidad es generadora de riqueza a través del conocimiento. En Estados Unidos, el mayor crecimiento económico y el núcleo de innovación se localizan alrededor de los grandes centros universitarios, tanto en Boston como California. Si uno analiza la productividad de un investigador argentino, de la Universidad de Buenos Aires, por ejemplo, y la compara con la de un investigador del Instituto Tecnológico de Massachusetts, el MIT, tenemos muchos investigadores que compiten muy bien y que han publicado mejor que muchos del MIT; pero hay un parámetro que no se analiza: uno de cada 15 puestos de trabajo en los Estados Unidos depende de desarrollos hechos por el MIT. En ese aspecto, la ecuación no nos da tan bien.

–No parece que la ciencia, la investigación y la tecnología tengan una presencia muy importante en las empresas concretas. ¿Cuál es su evaluación al respecto?

–Yo coincido con esa visión. Y desde el punto de vista ideológico no me cuesta nada comprenderlo. Las empresas que tenemos en la Argentina son el producto de una selección darwiniana de varias décadas, en la que subsistieron las que tenían un gerente financiero hábil para sortear las crisis. La incorporación de tecnología, salvo muy contadas excepciones, no fue un determinante de la competitividad y de la rentabilidad. No es sorprendente que los empresarios descrean de la tecnología si les ha ido muy bien moviéndose en el mundo financiero; pero eso no es sostenible en el tiempo. No se genera riqueza a partir de la especulación o de la habilidad para conseguir algún incentivo fiscal. Necesitamos pasar a un nuevo tipo de empresario que tenga en claro que el conocimiento es hoy el principal generador de riqueza en el mundo.

–¿Advierte cambios consecuentes con ese criterio?

–Hay varias empresas de base tecnológica, como Tenaris, que tiene institutos de investigación y premia proyectos innovadores incluso fuera de su ámbito estricto de influencia. Está próximo a inaugurarse un centro de investigación para la tecnología vegetal en Rosario, producto de una inversión privada de más de 8 millones de dólares. Eso no ocurría años atrás. YPF hacía una investigación muy importante, pero era estatal. Las empresas privadas, que generalmente eran sucursales de multinacionales, la tenían en sus países de origen. Lo interesante es que la nueva distribución geopolítica no está basada en los países, sino en multinacionales que no tienen sede geográfica y se basan en donde haya ventajas competitivas. Y ahí tenemos una oportunidad. Si superamos cierta aversión visceral del inconsciente colectivo hacia las multinacionales, veremos que el hecho de que se haga investigación y desarrollo aquí tiene una ventaja notable. Primero, porque genera trabajo de calidad: un ingeniero, un programador, un químico que trabajan para una empresa en ese área tienen un nivel salarial muy importante. Segundo, aunque la corporación original pueda beneficiarse con el patentamiento, queda el rédito social a través de los puestos de trabajo. Además, hay un fenómeno ya documentado: esos profesionales suelen independizarse y crear pequeñas compañías que dan servicio a esas u otras multinacionales, con lo cual, finalmente, se forma un entramado de empresas nacionales de alta tecnología. Parte de nuestra política es atraer inversión de multinacionales para hacer investigación y desarrollo. Claramente, no vamos a producir manufactura masiva ni a ser ensambladores de millones de equipos; pero ya hay compañías de comunicaciones que lo están haciendo, como Motorola en Córdoba o Intel, o farmacéuticas que están ofreciendo financiamiento para detectar nuevos productos a partir de investigaciones que se hacen en el país.

–¿La creación del ministerio supone un salto cualitativo?

–Es una clara señal política de que se pretende darle otra importancia a la ciencia. Y no sólo porque se haya creado y tengamos esa estrategia, sino porque nuestro presupuesto se ha incrementado notablemente. De 2003 a la fecha, tenemos diez veces más plata para financiar proyectos. Incluso, el presupuesto de Ciencia creció por encima del PBI. Y facilita la interacción con otras áreas de Gobierno, que antes requería la intervención del Ministerio de Educación, que tampoco era percibido como extremadamente relevante por Economía. Ahora, que nuestro nombre diga Innovación Productiva es una señal…

–O sea, fue un truco…

–Fue un truco, pero también un cambio conceptual importante: la ciencia no estaba asociada a la producción en la Argentina. Y eso es lo que queremos instalar.

–Si desde su lugar como ministro tuviera que fijarse un objetivo social y productivo para la ciencia y la innovación en la Argentina, ¿cuál sería?

–Me gustaría mostrar de aquí a unos años que, a partir de la inversión en ciencia y tecnología, se fomentó la creación de puestos de trabajo de calidad. Y consolidar eso como una política de Estado, además de resolver algunos problemas. Probablemente en unos pocos años más, vamos a poder decir que se producen en el país fármacos que no se producían, que un ciudadano puede tener acceso a un tratamiento oncológico que era antes prohibitivo, que ha mejorado la balanza comercial porque exportamos más en una cantidad de rubros y que se ve a la Argentina no solamente como productora de bienes agropecuarios, sino como un país tecnológico. Me dolió particularmente un poster que vimos en Fráncfort, cuando fuimos a la feria del libro. Decía “Viene Argentina” y tenía una vaca con anteojos de leer. No es muy edificante para un concepto de país.

 

FICHA TÉCNICA

 Lino Barañao, doctor en Ciencias Químicas de la Universidad de Buenos Aires, es ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva desde la creación de esa cartera, en 2007. Hasta entonces, se desempeñaba como titular de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica.
 Integrante de las conducciones de diversas entidades y consejos científicos, como la Fundación Argentina de Nanotecnología, fue secretario de Investigación en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y, en tal carácter, impulsó una exitosa incubadora de empresas.
 De 1973 en adelante, desarrolló una intensa carrera de investigación en el país y en el exterior.
 Vecino del barrio porteño de Coghlan, es separado y padre de dos hijos.


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